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La última película de Wim Wenders nos cuenta una sencilla historia a través de imágenes más que de palabras. Los diálogos son escasos y su protagonista Hirayama, vive una vida discreta y rutinaria limpiando los baños públicos de Tokio —un conjunto de 17 pequeñas joyas arquitectónicas de alta tecnología construidos en céntricos parques de la ciudad— al parecer, disfrutando de su pasión por la música, la lectura y la fotografía. Parafraseando a uno de sus personajes ––el fugaz y pueril compañero de trabajo de Hirayana– diríamos que la película es nueve sobre diez, imágenes. Wenders siempre tuvo un gran sentido visual y sus imágenes nos muestran las arquitecturas y los vasos capilares de la ordenada megaciudad nipona, pero también los paisajes interiores de Hirayama, interpretado de manera sobresaliente por el actor Koji Yakusho.

Y, en esa rutina diaria del protagonista al ir y venir del trabajo descubrimos la impresionante escala de la ciudad de Tokio, cuya icónica Torre de Telecomunicaciones contrasta con el minimalismo de su vida, simbolizada, a su vez, por ese pequeño vehículo que utiliza en los desplazamientos absorbido por una marea de tráfico que fluye en todas direcciones. 

La soledad y la afabilidad de este hombre va tomando cuerpo en los encuentros que poco a poco nos revelan algo más de su pasado. Los días que pasa con su sobrina, el fugaz contacto con su hermana, la escena en la que Hirayama y un desconocido juegan con sus sombras, nos trasportan a mundos íntimos donde los gestos y el reconocimiento mutuo hace innecesario el lenguaje hablado, y podemos intuir que su manera de proceder es asumida como un código de vida frente al mundo que lo rodea. Significativa y elocuente es la relación con el silencioso y anónimo jugador del  “Tres en raya”. 

Escuchar a Lou Ree, Van Morrison o Nina Simone, fotografiar los árboles, montar en bicicleta, tener un trabajo estable o leer a Faulkner antes de dormir son suficientes para sentirse a satisfecho consigo mismo, alejado de la contaminación digital y del ruido continuo que en estos tiempos rallan nuestros sentidos. 

Como en el cine de Yajuziro Ozu, Perfect Days tiene algo del estilo trascendental, algo de ese pensamiento Zen al que se refiere el cineasta y crítico norteamericano Paul Schrader en su libro homónimo. Elementos como lo cotidiano, el sujeto en contraste con su entorno, la asunción de los ciclos vitales en la naturaleza, la permanencia en lo fugaz o la disolución de la individualidad, parecen habitar en el pensamiento de Hirayana

La frescura de la cinta de Wenders nos recuerda aquella otra película de 2016, Paterson, del director independiente Jim Jarmusch. Ambas giran en torno a la poética de lo cotidiano y responden a un planteamiento intimista y solidario que se dan la mano en algunas de sus secuencias, como cuando Paterson dialoga con otro poeta, éste japonés, frente a las cataratas del río Passaic, o como en el encuentro nocturno de Hirayama con el marido divorciado frente a uno de los puentes de Tokio: ¿Son más oscuras nuestras sombras cuando se superponen?

El arte implica necesariamente una aproximación a lo desconocido, a lo indecible, llevándonos en esta ocasión a interrogarnos por el significado de esas sombras que se superponen. 

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