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La isla de SICILIA, la Magna Grecia o Trinacria (la de forma triangular) como la llamaron los griegos, es además de un grandioso museo al aire libre una enciclopedia donde las “piedras” hablan por sí solas del sucesivo devenir de su historia; todos los pueblos, uno tras otro, la invadieron y conquistaron: sicanos, élimos y sículos, fenicios y griegos, romanos, bizantinos, árabes, normandos, las casas de Suabia y Anjou, la Corona de  Aragón, los españoles, piamonteses, austriacos y Borbones, hasta que Garibaldi en 1860 desembarcó con sus tropas en Marsala, lo que supuso para Sicilia el cambio del dominio feudal por el de la emergente burguesía.

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La novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa El Gatopardo y su versión cinematográfica, de Luchino Visconti, nos ilustran muy bien sobre los avatares políticos y sociales de este momento histórico del Resorgimento o Unificación italiana. Tras la Segunda Guerra Mundial, en 1947, se proclamó la República italiana y la isla fue dotada de un Estatuto de Autonomía especial con un Parlamento propio cuyo origen se remonta al año 1130 cuando fue instaurado por el rey normando Roger II.

A la hora de entender a los sicilianos hay que tener presente que todas estas colonizaciones foráneas se hicieron con la ayuda de fuerzas del interior de la propia isla: rebeldes bizantinos llamaron a los árabes, el Papa Nicolás II pactó con los normandos para echar a bizantinos y árabes, el Parlamento siciliano llamó en su ayuda a Pedro III de Aragón para expulsar a los Anjou, y así sucesivamente hasta nuestros días. “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, le dice Tancredi (Alain Delon) a su tío el Principe de Salina (Burt Lancaster) en El Gatopardo. Idea que simboliza la capacidad de los sicilianos para adaptarse a los distintos gobernantes que llegan a la isla, así como la aceptación de los cambios políticos por parte de la élite social para conservar su influencia y poder. También, en la novela Los Virreyes, de Federico de Roberto, publicada a finales del siglo XIX y precursora del Gatopardo, el duque de Oragua dice: “Ahora que Italia está hecha, nosotros debemos hacer nuestros negocios”.

La isla cuenta con 3000 años de historia y su belleza brota a borbotones como un volcán en erupción –el intangible Etna está siempre presente aunque en los días de niebla o lluvia no lo veamos–; aquí y allá encontramos ruinas y huellas de distintas culturas, muros fenicios y murallas púnicas, templos o teatros griegos restaurados por los romanos, torres y mezquitas árabes, iglesias, castillos y palacios normandos, arcos apuntados, calles y plazas de pueblos y ciudades que deslumbran por la teatralidad de sus monumentos o fachadas, palacios barrocos desvencijados, cientos de iglesias barrocas y conventos, decadencia y melancolía por doquier pero también detalles y matices que nos seducen por su inmortal belleza.

 

Su paisaje natural y humano abruma por su vitalidad y sus excesos; con el mar siempre como horizonte y los volcanes siempre humeantes, la isla puede ser contemplada casi en su totalidad desde las cumbres del Etna que se elevan hasta los 3.300 metros; esa vitalidad y sus excesos se manifiestan arquetípicamente en la ciudad de Catania donde tres personajes representan su fuerza interior y su alma: el Etna, Santa Ágata, su patrona y Vincenzo Bellini, su hijo prodigo, tres talismanes que los cataneses viven con pasión desbordada. Igualmente, con exaltación se festejan a los santos patrones en cada uno de los pueblos y ciudades de la isla, en Palermo a Santa Rosalía y en Siracusa a Santa Lucia.

La isla es abrupta y montañosa en el norte y en el este con los montes Peloritani y el monte Etna; en sus valles y cuencas se intercalan los cultivos de cereales, legumbres y verduras; en el centro grandes superficies cultivables se suceden en un paisaje de suaves mesetas y colinas roturadas hasta la cima. Los 320 kilómetros por carretera que separan Trapani y Mesina se recorren a través de continuos viaductos y túneles que, sin duda, hacen más rápido el trayecto pero que tienen un fuerte impacto sobre el paisaje. Cuando se visita el parque arqueológico de Segesta y su teatro griego construido en una pendiente natural del monte Bárbaro, observamos como el bellísimo horizonte que sirve de pórtico al teatro se ve hoy contaminado por uno de estos serpenteantes viaductos.

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A pesar de ser una isla seca con un régimen desigual de lluvias –los veranos son muy calurosos por su cercanía a África y los inviernos fríos en las zonas montañosas y en las ciudades del interior– en el paisaje predomina el color verde, sobre todo, en otoño y en primavera. La vegetación es mediterránea (vid, olivos, almendros, limoneros y naranjos, algarrobos, pinos, acebuches, palmeras) y abundan las crasas como agaves y chumberas. Esta última planta es representada por los artesanos y ceramistas de la isla junto a las piñas y las cabezas de moro, siendo todo un símbolo en esta tierra donde se cultiva de manera intensiva.

En su viaje a Italia Stendhal dijo de los sicilianos: “La naturaleza humana es aquí tan fuerte y digna de ser estudiada como las plantas y las rocas”. Y Tomasi di Lampedusa: “Se creen perfectos: en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria”. De cualquier manera el carácter del siciliano como el de cualquier otro pueblo viene condicionado por el clima, la geografía y los avatares de su historia, por lo que puede que tenga sentimientos contradictorios, que se sienta humillado por las sucesivas ocupaciones y, al mismo tiempo, orgulloso de habitar una tierra deseada por todos.

La familia, la religión y las tradiciones están fuertemente arraigadas; la familia es el “verdadero Estado del siciliano” y de ahí que en el escudo del municipio de Ramalcuto –en donde nació el escritor Leonardo Sciascia–  aparezca la figura de un hombre desnudo que hace el signo del silencio frente a una torre y la leyenda “En el silencio me fortifiqué”. Basta observar el modo en que conducen los sicilianos para entender que existe una arraigada convención en el comportamiento de la gente que trasciende las normas escritas.

La Mafia (la Onorata Societá) que, sin duda, forma parte del imaginario colectivo de la isla, sigue siendo hoy una realidad aunque haya cambiado sus formas, sobre todo si pensamos en los sangrientos años 80 y 90. El juez Falcone poco antes de ser asesinado declaró: “Los hombres de honor no son ni diabólicos ni esquizofrénicos, son hombres como nosotros. La tendencia del mundo occidental y del europeo en particular consiste en exorcizar el mal proyectándolo sobre etnias y comportamientos que se nos antojan diferentes a los nuestros. Por el contrario si queremos combatir a la mafia de manera eficiente no debemos transformarla en un monstruo, ni pensar que sea un pulpo o un cáncer. Debemos reconocer que se nos parece”.

Leonardo Sciascia se preguntaba: ¿Cómo se puede ser siciliano? Con dificultad, respondía. Y el escritor Vitaliano Brancati: “Es natural, ¡era español, que es como decir siciliano! Frases que me recuerdan a aquella otra de Joan Miró que, cuando le preguntaron si pertenecía al grupo Surrealista manifestó que como español no necesitaba ser surrealista porque ya se es irracional.

A poco que nos fijemos en la isla de Sicilia lo español está presente por todas partes; en su ambiente mediterráneo, en las fiestas populares y religiosas, en los nombres de sus calles, en los escudos nobiliarios, en su arquitectura y urbanismo (como en el palacio Abatellis o en la plaza de los Quattri Canti de Palermo, o en el teatro romano de Catania que como el de Cartagena sobrevive incrustado entre casas y palacios), en los monumentos a los gobernantes españoles como el de Juan de Austria en Mesina y, sobre todo, en el carácter de la gente.

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Hoy la isla de Sicilia (el Sur del Sur) vive todavía en una estructura económica casi medieval donde se mantiene una tasa de paro por encima del 22% y se aprecia una gran diferencia con el norte de Italia, siendo sus principales recursos la agricultura y el turismo; las escasas inversiones estatales y fracasados experimentos industriales han llevado a sus gentes a persistir en la emigración a Norteamérica y al norte de Italia.

En algún sitio he escuchado o leído que en Catania o en Palermo no hay nada o hay poco que ver y que sus calles están sucias; quien así piense que no vaya a Sicilia y elija cualquier otro destino como la pulcra Suiza. Para ir a Sicilia hay que ir con los ojos bien abiertos, dispuesto a disfrutar a cada paso con los cinco sentidos, a ver detrás de un cubo de basura o de una sábana tendida alguna de las muchas maravillas que atesora; en pocos sitios del mundo hay tantos lugares Patrimonio de la Humanidad y tantos grandes escritores. Sicilia no es una isla, son muchas islas, muchos ambientes aderezados con una historia fascinante. No se puede conocer en un viaje, hay que volver cuantas veces nos lo pida si verdaderamente nos hemos enamorado de ella.


Un pensamiento en “Viaje a SICILIA (I).- Generalidades

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