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Nápoles, es una ciudad que abruma al visitante, antes, incluso, de poner el pie en ella. Su teatralidad lo envuelve todo y cae a plomo sobre nuestras cabezas, sentimos su energía e intuimos que el Vesubio en su eterno resoplar nos envuelve con su aliento. 

La erupción del año 79 d.C. cambió para siempre el curso de su historia. Sepultó las villas cercanas de Pompella, Herculano, Boscoreale, Oplontis y Stabia, en cuyos restos, descubiertos hacia mediados del siglo XVIII, aparecieron los cuerpos de las personas junto con sus casas, templos, obras de arte y enseres. Sus parques arqueológicos y el Museo Arqueológico Nacional, nos dan precisa cuenta de la vida cotidiana en aquellas ciudades de la antigüedad. Sobresalen en el museo los mosaicos pompeyanos y las impresionantes esculturas grecorromanas de la colección Farnesio.

En Nápoles, la vida y la muerte acechan por igual, y nuestra estancia, aunque breve, se inflama al contacto con su intensa vida callejera. En esta ciudad todo es de orden gigante, ciclópeo, monumental, y su centro histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad, es para el visitante un dechado de maravillas, curiosidades y sorpresas donde la devoción y el fervor popular por los milagros de San Genaro, conviven con la pasión y el entusiasmo por los goles de Maradona. En Nápoles, si Diego Armando falla un penalti, o, si no se licúa la sangre del santo en las fiestas de guardar (tres veces al año) la ciudad tiene un problema, y el miedo y la desazón se apoderan de la gente. Maradona es percibido por los napolitanos como un dios, lo era entonces y lo sigue siendo ahora. Después de su muerte se ha convertido en un mártir, y por las calles se ven casi tantas imágenes de Maradona como de la Virgen. 

El cineasta napolitano Paolo Sorrentino, en su última película “È stata la mano di Dio” (Fue la mano de Dios) nos muestra con la maestría a que nos tiene acostumbrados el temperamento de esta apócrifa y quimérica ciudad. Fantásticas son sus trecientas Iglesias; Ilusorias son las vidas de los habitantes de esos cientos de desvencijados Palazzi que jalonan las calles y callejones en retícula del centro histórico; Y fantasmagóricas son las innumerables hornacinas con sus altares de vírgenes y santos, con sus retratos y sus exvotos paganos. 

Tras el levantamiento de las Quattro giornale en marzo de 1944, los alemanes fueron expulsados de Nápoles, y el gigante vesubiano siguiendo sus impulsos rugió de nuevo, escupió lava y bramó sepultando algunas localidades. Se ponía de manifiesto, una vez más, que esas dos fuerzas antagónicas, igualmente grandes y de ningún modo conciliables, razón y naturaleza, eran incompatibles. 

En las monumentales fachadas de los Palazzi, donde la luz del sol solo llega a los balcones más altos, el barroco señorial se impone frente a otros estilos. Abajo, a pie de calle, un denso hormiguero circula por interminables calles y callejones abiertos como tajos en la sombra. Multitud de gentes van y vienen, entran y salen de tiendas y talleres. En una abigarrada calle, junto al Teatro della Canzone Napoletana, un hombre sentado en una banqueta duerme a pierna suelta entre el bullicio de la gente, su cabeza y su espalda se apoyan sobre la trasera de un coche. 

Pronto nos acostumbramos, ante el acomodo e impasibilidad de los napolitanos, a unas imágenes ya icónicas en el paisaje de la ciudad: El rodar de los ciclomotores entre los peatones por aceras y calzadas; Las basuras que colonizan las calles; Los tendederos en los balcones y ventanas, o las cuerdas extendidas con ropa de un lado a otro de las callejuelas, a veces simuladas para consumo del turista.

El Museo MADRE (Museo d’Arte Contemporanea Donnaregina) se desarrolla sobre un edificio del siglo XVIII y XIX en torno a dos patios y sobre un tramo de murallas de los siglos V-IV a.C. visible bajo el pavimento de la taquilla. Inaugurado en 2005, el museo se finalizó completamente en el 2007 y se ampliaron los espacios de exposiciones según el diseño del arquitecto portugués Álvaro Siza.

En su cubierta/terraza, unas letras cabalgan sobre la barandilla: “Il mare non bagna Napoli”. Instalación conceptual y duchampiana de los artistas Bianco y Valente, en la que se cita el título del libro publicado en 1953 por la escritora Anna María Ortese. En aquellas fechas, fue juzgado y condenado como un libro “contra Nápoles”. Hoy, es reivindicado desde la paradoja de la cita –el mar, aunque lejano se puede ver desde la terraza del museo–, como una obra destacada de la literatura italiana del siglo XX. Compuesta por cinco esplendidos relatos, es la crónica febril de un desarraigo, donde la mirada de Ortese no puede apartarse del horror y la fascinación que le provoca una ciudad herida y por siempre mágica que sigue mostrando sus cicatrices, ora cerradas ora abiertas. 

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